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27 abr 2023
Como vimos en el anterior artículo, el cambio climático, como manifestación más evidente de toda una serie de otras crisis anidadas, visibiliza la relación entre varios desafíos ligados al ámbito de la arquitectura y la construcción: descarbonización, economía circular, salud, renovación integral, biodiversidad, sociedad resiliente…
El análisis de realidades complejas requiere un modo de pensamiento que vaya más allá del examen de cada manifestación aislada, precisamente porque en su interacción emergen aspectos clave que de otra manera quedarían fuera de su evaluación. El pensamiento sistémico propone un acercamiento que toma en cuenta la totalidad de un sistema y las interrelaciones que surgen entre sus partes. Asumir este punto de vista aporta una nueva perspectiva, más eficaz, que pone el foco en el comportamiento dinámico de los sistemas y sus interacciones.
Podemos, desde esta visión, plantear que la salud global de un sistema es el resultado del equilibrio entre las interacciones que surgen entre sus elementos. Lograr ambientes sanos, confortables y seguros es probablemente la función básica de la arquitectura. Como reconoce la OMS, las consecuencias de esta afirmación alcanzan de forma integral al ser humano, en sus esferas física, mental y social. En arquitectura, los aspectos formales fueron paulatinamente ganando en independencia con respecto a los funcionales, desvinculándose artificialmente gracias a la introducción de sistemas de acondicionamiento que permitían aparentemente desacoplarlos. Las consecuencias de esta desconexión, alimentada por el predominio de modos de pensamiento lineales, alcanzaron, inevitablemente, al equilibrio entre los distintos sistemas involucrados en la configuración de los entornos construidos. La salud de las personas, como indicador del estado de las relaciones implicadas, se convierte así en el criterio fundamental para evaluar un espacio construido.
La biología del hábitat o bioconstrucción (”baubiologie”, según el término original alemán), es la disciplina que estudia precisamente las relaciones holísticas del ser humano con su entorno construido.
A efectos prácticos, analizar el confort como una percepción individual del ambiente limitada en el tiempo, puede ayudarnos en una primera aproximación a la salud, inicialmente desde un punto de vista fisiológico.
Conseguir una buena calidad ambiental ha sido históricamente una de las preocupaciones centrales de la arquitectura. Desde Vitrubio hasta nuestros días, la evidencia de la pérdida de salud registrada en determinados ambientes provocó la aparición de distintas regulaciones, más o menos explícitas, encaminadas a procurar unas condiciones mínimas de confort.
Numerosos estudios ponen de manifiesto que también el rendimiento laboral está estrechamente relacionado con las condiciones ambientales, afectando de diversa manera a cada persona en función de múltiples factores. Si los valores de alguno de estos factores superan ciertos límites, el distrés generado en el organismo puede desencadenar a largo plazo diversas sintomatologías y patologías. En esta ocasión nos centraremos en el confort higrotérmico, pero tendremos ocasión de tratar en próximos artículos otros aspectos del confort relacionados con la iluminación, la acústica, el clima eléctrico o la calidad del aire. Desde principios del siglo XX, con la aparición de los primeros equipos de acondicionamiento del aire, y especialmente a partir del trabajo de Povl Ole Fanger y su obra “Thermal Confort” de 1970, el estudio del confort en el interior de los espacios construidos se sistematiza mediante la evaluación de distintas variables.
La “ecuación del confort” de Fanger incluye entre sus términos valores que caracterizan, para una situación dada, variables como la vestimenta, el tipo de actividad que se realiza y el ambiente interior.
Como resultado de trabajos de investigación basados en el control de los distintos parámetros incluidos en la ecuación de confort llevados a cabo en cámaras climáticas, se llega a establecer un modelo de confort estándar válido para estados estacionarios.
A partir del grado de satisfacción percibida por las personas participantes en estos estudios, este modelo de confort permitiría predecir el porcentaje de personas insatisfechas con una determinada combinación de factores ambientales.
Este modelo de balance térmico parte del supuesto de que el confort se alcanza cuando los mecanismos de termorregulación del organismo permanecen inactivos o son capaces de llevar al organismo al estado de neutralidad térmica.
En las últimas décadas, estudios de campo llevados a cabo en entornos reales, en los que las personas pueden controlar las variables de la ecuación del confort, han verificado diferencias significativas entre los resultados de satisfacción previstos aplicando el modelo de balance térmico y los obtenidos en ambientes no estacionarios.
Estas constataciones han dado lugar a nuevas investigaciones que han puesto de relieve que las personas evalúan el clima interior de formas no previstas en los modelos de balance térmico.
A través de su interacción con el ambiente, las personas son capaces de modificar su comportamiento y adaptan gradualmente sus expectativas, ampliando los márgenes de satisfacción previstos por los modelos anteriores.
Se han llegado a distinguir tres categorías de adaptación térmica:
Nuevos modelos de confort adaptativo toman en cuenta esta perspectiva y ponen el foco en las interacciones de las personas con su ambiente. Aunque aún no se comprende completamente el funcionamiento de los sistemas que regulan la temperatura del cuerpo humano, se sabe que dos órganos que juegan un papel clave: el hipotálamo y la piel. El hipotálamo detecta las variaciones de temperatura del núcleo del organismo disparando los mecanismos de enfriamiento cuando ésta sube de 37ºC. La piel, por su parte, pone en marcha los mecanismos de calentamiento cuando su temperatura cae por debajo de los 34ºC. Cuando ambos órganos envían al cerebro sus respectivas señales de alarma, éste tiene la capacidad de gestionar las respuestas a sólo una de ellas o a ambas.
No es casualidad que tanto la ASHRAE 55 como la UNE-EN ISO 7730, definan el confort térmico como un estado mental que expresa la satisfacción con el ambiente térmico, reconociendo el papel central de la percepción activa de las personas.
Estudios en entornos reales muestran, por ejemplo, que en edificios ventilados naturalmente las personas basan sus expectativas de confort en la temperatura exterior actual y en la de los días anteriores. Diferentes investigaciones cuantifican entre el 20% y el 50% el potencial de ahorro energético que supondría contar con la ampliación de los rangos de temperatura y humedad de confort derivada de esta adaptación térmica personal. Apuntan incluso algunos informes la incidencia del empleo de materiales higroscópicos como la madera en los revestimientos interiores en el aumento de hasta un 10% en el porcentaje de personas satisfechas con las condiciones ambientales interiores y la reducción de un 25% en el de no satisfechas. Las conclusiones de estos estudios abren nuevas vías para abordar desde un ángulo diferente y más eficaz los retos de los que hablábamos al iniciar este artículo.
Las limitaciones de los modelos de confort de balance neto se han traducido con el tiempo en limitaciones de los ambientes interiores y, en última instancia, de los edificios. El concepto de los espacios interiores como burbujas espaciales mantenidas por una gran cantidad de energía, como entornos atemperados estancos, se ha convertido en el icono de la supuesta hegemonía de una civilización al margen de su entorno. Esta narrativa sigue conduciendo a la generación de espacios desequilibrados energéticamente, que acaban por convertirnos en seres receptores pasivos.
Entender el modo en el que las personas se relacionan con el ambiente es fundamental para poder desarrollar modelos que permitan comprender la manera en la que se percibe el espacio y nos pongan en el camino de una arquitectura realmente sostenible que sea parte del metabolismo de nuestro planeta.
Como especialistas en arquitectura y construcción, perdemos muchas veces de vista la razón de fondo por la que nuestro trabajo adquiere realmente sentido. Valga este artículo como una llamada a ampliar igualmente de nuestra "zona de confort".
Parafraseando a E. F. Schumacher, si como especialistas no nos preguntamos por el sentido de nuestra propia existencia no podremos ser buenos especialistas y quizás acabemos resultando un peligro para nosotros mismos y para los demás.
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